Recuerdo la primera vez que fuí a tu casa. Estuve esperando mucho tiempo sentado en un sillón donde un gato dormía apaciblemente.

Y frente a mí las fotos de tu familia. Tu mamá sonriendo agradable de perfil como esas estrellas de cine. Tus hermanas haciendo muecas en una tarde soleada en el mar, en otra tú, muy seria, con un peinado que te hacía ver tan distinta a quien veo cotidianamente en la escuela.

Entonces cierro los ojos. Y trato de imaginar lo que quiero decirte. Cierro bien fuerte los ojos y hasta veo estrellas de colores, como si juegos pirotécnicos estallaran en silencio en mi mente.

¿Cómo poder transmitir esta idea, como hacerte sentir lo que siento? Entonces me interrumpe la música malgrabada de un carrito de helados que pasa enfrente de tu casa.

Recorro un poco la cortina y veo el carrito. Tiene dibujos de conos de nieve y una “banana split” y una lista de precios y avanza lento y esa música despierta los antojos a la gente y la curiosidad de los niños.

Estás en el segundo piso y desde ahí me dices que te compre algo. Salgo de la casa y le hago una seña al vendedor de helados. No se me ocurre otra cosa mas que una “Banana Split” bañada con sabrosas chispas de colores.

Por fin ya estás en la sala. Te doy ese manjar de sabores. Y como si de algo mágico se tratara miles de colores adornan la nieve blanca. “Mira”, me dices, “parecen juegos pirotécnicos congelados”.

Lo demás es silencio. El mas hermoso silencio que recuerdo haber compartido con alguien mientras ese alguien disfruta de algo. El gato ya no está en el sillón. La ventana está abierta y las cortinas se mueven tenues, silenciosas.

La tarde es maravillosa. Llena de luz. Como esos destellos que no sabía cómo explicar. Es increíble cómo la belleza de lo que sentimos siempre encuentra el camino para llegar.

La emoción de la vida siempre se comparte.

Texto y Fotografía: Luis Felipe Cota Fregozo

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